Turbia, arenosa, con bichos. Así describen al agua que, durante décadas, tomaron los productores caprinos trashumantes del sur de Mendoza. Mientras los “crianceros” estaban en la montaña un equipo técnico excavó 4 km de zanja para instalar un sistema que llevará agua de una vertiente hasta las casas de 12 familias.
El motor dio un quejido y dejó de rugir en un revuelo de polvo. La máquina inmóvil se recortaba frente a la Cordillera de los Andes. Tras una breve inspección, el operario miró a sus compañeros con gesto resignado: “Se cortó una manguera”, informó.
Entre ráfagas de viento, los tres hombres llevaron la mirada de la retroexcavadora a la extensa zanja que los ocupó hasta ese momento. Eran las diez de la mañana de un martes. En aquel aislado sitio, el paraje del arroyo Poñiwe, 135 kilómetros al sur del departamento mendocino de Malargüe, sin electricidad ni señal de teléfono, sólo podían hacer una cosa: esperar.
Durante más de dos horas cultivaron el arte de la paciencia, bajo la única sombra de una modesta arboleda junto al rancho de pirca. El árido cañadón de laderas pronunciadas, adentrado en el cordón cordillerano, les regalaba una postal encantadora.
Ahí mismo, a la vera del arroyo que nace en la cabecera del río Barrancas y dibuja el límite entre Mendoza y Neuquén, viven doce familias de productores caprinos. “Crianceros”, les dicen. También los llaman “puesteros” porque habitan diversos puestos, asentamientos con más o menos comodidades que dan reparo, corrales y un “rial”, una deformación idiomática del “real” español. Vale decir, su vivienda.
Al igual que los “crianceros” del norte neuquino, los puesteros de Malargüe representan una minoría de ganaderos trashumantes que aún conserva una de las tradiciones más espectaculares del campo argentino: el arreo en la Cordillera de los Andes.
Las familias que viven a orillas del Poñiwe, donde conversaban los operarios, usan el arroyo como fuente principal de abastecimiento de agua. También los animales comparten ese cauce, donde acostumbran dejar sus deposiciones y hasta caer muertos. Así, aunque los cabritos la beban muy a gusto, esa agua no tiene condiciones aptas para consumo humano. Por lo demás, basta una tormenta, viento fuerte o nevada -muy frecuentes en la zonapara que el agua se enturbie.
“Tomamos agua del arroyo de siempre”, explicó el “criancero” Antonio Saso (65), nacido y criado en el puesto. “Pero igual no es buena esa agua”, agregó. Listó algunas razones: “Cuando hay tormenta baja puro barro. Muchos animales se mueren arriba. Y hay mucho bichito, de esos negros”.
Más allá del arroyo, los puesteros conocen la existencia de cada vertiente de la zona. Algunas, cada tanto, se secan. Otras siempre mantienen su caudal, bajo pero constante.
A esos puntos casi secretos de la montaña, desde donde brota un agua purísima, los campesinos se acercan con baldes y tachos para acarrear el líquido vital por distancias que a menudo son kilométricas. Pero en ese momento apenas se veía gente por el arroyo Poñiwe.
“Ahora están todos arriba”, dijo uno de los operarios de la municipalidad de Malargüe. En rigor, fue preciso: los crianceros se encontraban a unos tres mil metros sobre el nivel del mar, donde las montañas mendocinas casi rozan la frontera con Chile y miles de cabras, chivos y ovejas siguen a sus pastores en busca de las mejores pasturas.
Un nuevo horizonte
Saso prefirió no subir esta temporada. El camino es inclemente, áspero y difícil para un hombre de su edad. En cambio, sus siete hijos estaban montaña arriba, en la veranada.
De todas estas cosas hablaba el grupo de operarios, a un costado del arroyo Poñiwe, algo despreocupado por la suerte de aquella máquina que se mantenía quieta y callada.
Entonces notaron que el camino levantaba polvareda. Una camioneta con tráiler trajo a dos extensionistas del INTA y unos mil metros de caños plásticos de dos pulgadas.
Los recién llegados se alarmaron al advertir que la pala mecánica estaba detenida. Hubieran deseado un mayor avance: en total, el pozo debía recorrer más de cuatro kilómetros en un suelo duro, árido y pedregoso.
Ingeniosos, repararon la vieja John Deere 310J. El motor volvió a rugir y hubo algunos vítores. Pero ya entrado el sol picante del mediodía, la determinación fue unánime: almorzar. Asaron carne ensartada en un pinche y la salaron de manera ceremonial, con oficio muy estudiado. Bajo la misma arboleda del rancho de pirca, comieron y repasaron el plan de trabajo.
“Vamos a abastecer de agua potable a una comunidad de ocho puestos, con unas 12 familias que suman 60 personas, entre grandes y chicos”, dijo Javier Macario, especialista en recursos renovables para zonas áridas y jefe de la agencia de extensión rural del INTA en Malargüe.
La obra contempla que el agua llegue hasta cada casa, donde se instalará un tanque elevado. Para hacerlo, agregó Macario, distribuirán el agua sin utilizar bombas ni electricidad. Entre los 4.200 metros que van desde el punto más alto -donde está la vertiente- hasta el más bajo, hay una diferencia de 162 metros de altura que permite manejar todo el sistema por gravedad.
Mientras presentaba la cañería unos 60 centímetros bajo tierra, Macario describió el circuito: “Primero vamos a hacer un sistema de captación de la vertiente, con una protección, para que el agua llegue al primer tanque de recepción en condiciones óptimas, sin arena, ni tierra, ni pasto. El agua limpia va a la planta cloradora y luego a tres tanques de 5.000 litros de reserva. Desde ahí recién sale el agua potable, clorada, que va a abastecer a cada uno de los tanques familiares”.
Desde los análisis físico-químicos para comprobar la potabilidad del agua de la vertiente hasta la compra de cañerías, tanques y demás, pasando por la medición del caudal y la planimetría, todo el trabajo se enmarca en los proyectos especiales de acceso al agua impulsados por el ProHuerta, el programa del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación y el INTA.
“La obra va a tener un gran impacto en la salud y el bienestar de esta gente”, consideró Macario, para quien “tener agua disponible y en condiciones para poder ser usada puede ayudar mucho al arraigo del productor local”. Pero el extensionista advirtió que este paso “es un engranaje más del sistema, al que sigue todo un trabajo productivo posterior, con huerta, invernadero y granja”.
La máquina ya había vuelto a rugir, excavar, remover piedras. A Saso lo distrajeron los operarios que iban y venían por la zanja. El puestero debió levantar un poco la voz para enfatizar su conformidad con la obra: “El proyecto está lindo. Lo vamos a ayudar entre todos”. Dijo, además, que la comunidad venía soñando con aprovechar esa vertiente desde que él era niño: “Siempre decíamos que algún día la íbamos a tener. Y ahora la tenemos: el agua en mi puesto y en el de todos los vecinos”.
El impacto de esta iniciativa va más allá de cuantificar grifos, cañerías, perforaciones y cisternas. Abre un amplio horizonte de posibilidades: el agua de calidad hace posible regar y producir alimentos para autoconsumo y venta de excedentes; criar animales sin temor a la seca; ganar hasta seis horas diarias al evitar largos y esforzados acarreos; evitar enfermedades; sostener el arraigo. Así, acceder al agua segura puede fortalecer el desarrollo de la comunidad y transformarla para siempre. Es, en definitiva, mucho más que abrir una canilla y ver brotar agua.
Fuente: Pablo María Sorondo http://www.ambito.com/877751-asi-llega-el-agua-para-los-puesteros-de-malargue